El Club: el destierro como redención

Hace una semana fui a ver El Club, la nueva peli de Pablo Larraín Matte (Santiago, 1976). Una cinta inquietante, profundamente perturbadora y con inesperados retazos de humor, en la que se retrata la peor imagen de la iglesia católica.

La historia, para que os hagáis una idea, narra la vida de un grupo de curas exiliados en un casa de un pueblo perdido, a la que han sido obligados a recluirse tras haber abandonado sus funciones eclesiásticas a causa de diversos delitos cometidos (no solo sexuales), y como sus vidas cambian cuando un quinto «curita» aparece y por una razón que no quiero desvelaros… desestabiliza su orden.

El Club es un filme complejo e incómodo, sobre todo para los creyentes…  ya que la iglesia que se muestra es la más amarga y mísera, aquella que ante la gravedad de ciertos asuntos opta por esconder sus miserias bajo el ala y las ignora. Por ello, la cinta, que sacude y conmueve sobremanera, se convierte en una crítica sobre las penumbras que rodean a esta institución y las consecuencias que se derivan de los actos de sus presbíteros. De ahí que, sin rodeos ni miramientos, Larraín emita su particular juicio: una acusación en toda la regla al clero y al régimen de Pinochet.

El guión de El Club – redactado entre el director, Guillermo Calderón y el periodista y crítico Daniel Villalobos – es fascinante y está lleno de fantásticas conversaciones sobre el bien, el mal… y está soportado por unos actores sobresalientes – Roberto Farías (Sandokán), Jaime Vadell (el Padre Ramírez), Alfredo Castro (Vidal), Antonia Zegers (la «hermana» Mónica) y Marcelo Alonso (García) – , que se encargan de solidificar la cinta con sus maravillosas interpretaciones de personajes duros y oscuros.

Sin más, El Club es la mejor película de Pablo Larraín hasta la fecha. Y os la recomiendo encarecidamente.


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